
¿Dónde estabas entonces? Cuantos más años acumulas, más frecuente es escuchar y responder a esta pregunta. ¿Recuerdas cuando derribaron el muro de Berlín? ¿Qué hacías durante el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11-S? ¿Cómo te enteraste de la muerte de Lady Di? Hay acontecimientos que traspasan la barrera de lo político y de lo social, que trascienden de tal forma, que automáticamente forman parte de la historia de nuestro mundo y suponen un antes y un después en la forma de pensar, e incluso de vivir, de millones de personas.

Aquel accidente automovilístico que sesgó la vida de Diana de Gales, de «la princesa del pueblo», rompió los esquemas de una sociedad que no se conformó con la versión oficial de los hechos, que abrazó las teorías más sórdidas acerca del fatal desenlace de una figura que, sin duda, resultaba conflictiva y molesta para los intereses de la corona británica. Elton John cantó «Candle in the wind» en el funeral de la princesa y se convirtió en un número 1 mundial inmediato. Los quioscos se llenaron de especiales sobre Diana que se agotaron ante el interés generado para un público que abarcaba todas las generaciones.
Recuerdo perfectamente esa mañana en la que mi madre me comunicó la noticia de la muerte de Diana. El impacto que supuso en el niño que yo era sólo puede compararse al que viví con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Significó un paso adelante en la pérdida de mi inocencia. Pronto estaba leyendo todo tipo de información al respecto en los fascículos que incorporaban los periódicos y semanales. Como la mayoría de la población sentía cierta fascinación por ese personaje desubicado en la estricta realeza inglesa, esa mujer que había sufrido la indiferencia y la infidelidad y había decidido huir de aquello y vivir otra vida, protagonizando numerosos escándalos en la prensa amarillista y rosa de todo el planeta.
Probablemente nadie conocía por completo y de verdad a Diana, pero lo cierto es que el imaginario colectivo ha realizado una proyección de la princesa de Gales muy similar a la que Pablo Larraín ofrece en esta película, que podríamos definir como un «falso biopic». El director chileno no se preocupa por buscar y contarnos la verdad sobre Lady Di, ¿cómo podría hacerlo, además?, sino que decide homenajear a la mujer que soñamos que es y a sus circunstancias, y lo hace escogiendo tres días de una Navidad en la casa de Windsor para hacer un retrato de la ansiedad y de la asfixia de esa princesa despojada del respeto por la evidente infidelidad de su marido, de sus trastornos alimenticios, su obsesión por la vida y muerte de Ana Bolena, y de la depresión en la que se estaba sumiendo, ahogada por absurdos protocolos y encerrada en vida, con la única motivación de hacer más libres, normales y felices a sus hijos.

Durante la proyección de «Spencer» venía continuamente a mi mente una canción de Amaral, «Alerta», cuya letra, en su estribillo, reza lo siguiente: «una princesa dormida en un castillo vacío al despertar se dio cuenta que estaba fuera de sitio, en medio de la ciudad anda arrastrando su traje, las joyas de su corona no sirven para este viaje». No se me podría ocurrir una definición mejor acerca de lo que transmite Larraín con esta película.
Pienso que la magia de «Spencer», más allá de su deslumbrante aspecto formal y de la descomunal interpretación de su protagonista, radica precisamente en que no intenta ser un biopic al uso ni descubrirnos a la Diana real. Por eso, no considero un defecto que su trama se limite a dibujar a la perfección un personaje y los sentimientos y sufrimiento que la asolan. Tampoco la reiteración en sus circunstancias. «Spencer» es exactamente la película que la proyección de Diana del imaginario colectivo se merece y, viéndola, yo no paraba de preguntarme qué pensaría su hijo Harry cuando haga lo propio. ¿Y la reina madre?

Es curioso que para contarnos el padecimiento de Diana a Larraín no le ha hecho falta hacer demasiada sangre con la familia real. «Spencer» podría haber sido una película más morbosa y macabra de lo que es, o introducirse en jardines más enrevesados, pero no ha sido necesario. La relación entre la princesa y el príncipe Carlos o la reina parece más bien distante, con algunos momentos pasivo-agresivos en determinadas conversaciones y el sentimiento que predomina de estos hacia ella se mueve entre la incomprensión y la compasión, si bien es evidente que supone un dolor de cabeza para su encorsetado sistema.
Quien carga con el peso de transmitirnos ese agobio permanente, esa falta de aire y de libertad, esa necesidad de huir es una Kristen Stewart a la que cualquier premio se le va a quedar corto. Su interpretación es arrebatadora, es una construcción de personaje perfecta e inolvidable. Siempre recordaremos esta versión desgarbada de Diana, pasional y sufrida, inestable emocionalmente y profundamente proteccionista y amorosa con sus hijos.
Kristen está excelente en cada una de sus secuencias y consigue no sólo convertirse en ese personaje que la sociedad hemos ideado, sino, también en un auténtico icono de la ansiedad, en la imagen de una mujer superada por sus circunstancias que necesita urgentemente una persona cerca con la que poder ser normal. Acompañando a Kristen tenemos un plantel de intérpretes que desempeñan su función notablemente, entre los que destacaría a Sally Hawkins y a Timothy Spall.

La fabulosa interpretación de Stewart se apoya en un trabajo de caracterización convincente, pero también en un impecable apartado sonoro y visual que convierte «Spencer» en algo más cercano a un cuento de terror que en una película biográfica sobre un personaje popular. La cámara persigue y acorrala a Diana por las estancias de un enorme palacio que contrasta con el vacío interior que padece la princesa. La deslumbrante fotografía, a cargo de Claire Mathon, y la música de Jonny Greenwood, son un elemento clave en la construcción de esa ambientación palaciega que, sin embargo, resulta más angustiosa y terrible que lujosa y apacible.
«Spencer» es una experiencia cinematográfica de altura y un retrato a modo de homenaje a un personaje que la sociedad ha acogido y amado y cuya muerte nos devastó. Es también la mejor película de Larraín desde «El club» y es la cinta que un icono como Diana, más allá de la persona real, necesitaba.
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